Después de encontrarlos: las trabas del sistema a las familias (Michoacán)

Imagen: Unos días después de reconocer las prendas que vestía su hijo Raúl Ávila Pérez cuando desapareció, Gabriela colocó una cruz en la fosa clandestina donde encontraron su cuerpo. / Santiago Reyes

Entre marzo y junio de este año, el colectivo Decofem localizó 32 cuerpos enterrados en el Cerro de la Cruz de Jacona, en Michoacán. Siete han sido identificados. Sobre Raúl y Mario —dos de las víctimas— y sus familias, de su búsqueda y de los obstáculos que les pusieron las autoridades cuando los hallaron, es esta historia

Santiago Reyes / Diario Avanzada

Lo primero en salir de la tierra son un par de tenis idénticos a los que Gabriela Pérez Ramírez regaló a su hijo en la Navidad previa a su desaparición. Después, una chamarra negra con gris, igual o parecida a la que vestía Raúl Ávila Pérez aquel lunes 14 de marzo de 2022 en que no regresó del Cerro de la Cruz.

Hoy es lunes 10 de junio de 2024. Los peritos escarban en la parte baja del cerro; a unos metros, Gabriela está comiendo con sus compañeras de búsqueda. No sabe todavía que ese cráneo agujereado que una de las forenses sostiene en sus manos puede ser el de Raúl.

Veinte minutos después del hallazgo, regreso junto al árbol donde las integrantes del colectivo Desaparecidos de la Costa y Feminicidios de Michoacán (Decofem) comparten un táper lleno de arroz y carne guisada. Desde esta altura del cerro aún se alcanza a escuchar el murmullo de los autos. Un muro de ladrillos con agujeros de bala y grafitis con el nombre de Los Viagras —un grupo criminal de la región— es lo único que separa este lugar de los barrios periféricos de la ciudad de Jacona de Plancarte, en Michoacán.

Para cerciorarme de que la información que acabo de escribir en mi libreta es correcta, le pregunto a un compañero periodista si recuerda cuál era la marca de los tenis.

“Según yo, eran Nike”, me dice.

“¿De qué color?”, pregunta una de las madres. Es Gabriela, de 42 años, quien tuvo que trasladarse desde Guadalajara, donde trabaja en una ferretería, para poder buscar a su hijo. Viste una sudadera gris que contrasta con el calor del verano, una gorra también gris de los Dodgers, y un paliacate rojo que mantiene amarrado su cabello, pintado de un tono rojizo decolorado por el tiempo.

Reviso entre las fotografías que acabo de tomar y ahí están: dos tenis azules cubiertos de tierra que quizá sean suficientes para responder a la pregunta que ha atormentado a Gabriela desde el momento en que su hijo, un comerciante y albañil de 23 años, desapareció.

“Azul marino. Y encontraron también esta chamarra camuflajeada”, le digo mostrándole una foto en la que se ve a un perito revisar la prenda.

Gabriela está congelada, sus pies inmóviles sobre el pastizal seco. Apenas respira. Sus compañeras la miran, pero nadie dice nada. En cuestión de segundos, su cuerpo se destensa como quien durante toda una vida contuvo un quejido y finalmente puede respirar.  Porque los dos años y cuatro meses sin Raúl fueron, sobre todo, eso: una vida entera.

“Sí, esa es. Esa es su chamarra”, murmura.

“Creo que la compañera encontró a su hijo”, advierte una de las buscadoras.

Algunas madres, aquellas que llevan más tiempo buscando a sus familiares, se acercan a abrazarla. “Es feo, pero ya tendrás donde llorarle”, susurra una. Solo se escucha el ruido de los insectos, más fuerte que cualquier sonido: un sollozo, un grito, un suspiro de alivio.

Esa noche, al llegar a casa, Gabriela deseó con todas sus fuerzas que ese cráneo no fuera el de su hijo, y anheló, también, que sí lo fuera.

Unos tenis azul marino fue lo primero que descubrieron los peritos en la fosa clandestina donde estaba enterrado Raúl Ávila Pérez.

Sin registro

Entre marzo y junio de 2024, integrantes de Decofem realizaron dos jornadas de búsqueda en el Cerro de la Cruz, donde hallaron 32 cuerpos enterrados —la mayoría en estado esquelético— en 30 fosas clandestinas. Supieron del lugar por una llamada anónima; la persona les dijo que, presuntamente, había ochenta cadáveres en la zona. “Los van a encontrar si siguen la barda de ladrillo, a la altura de donde está el hoyo, ahí donde dice Los Viagras”, afirmó.

A este cerro, localizado en el predio de Tamandaro, suelen ir los pobladores de Jacona a hacer ejercicio, desde caminatas en familia hasta senderismo. Se ubica entre el Cerro del Curutarán y un lugar conocido como la Casa del Agua, una construcción de ladrillos abandonada que formaba parte de la antigua planta hidroeléctrica del municipio.

La gran cantidad de cuerpos enterrados en la zona puede deberse a que, anteriormente, existía un campamento del crimen organizado en las faldas del Curutarán y, para evitar llamar la atención sobre su ubicación, los delincuentes trasladaron a sus víctimas al Cerro de la Cruz, considera la fundadora de Decofem Evangelina Contreras Ceja, quien busca a su hija Tania, desaparecida el 11 de julio de 2012.

“Aparte, como aquí cerquita hay casas, pues pueden subir los cuerpos en carro y pasarlos por los hoyos de la barda. Y aunque la gente los vea, todo mundo se calla. Porque el terror que ejercen es para dominar a la sociedad y, desgraciadamente, estando en una ciudad como Jacona o Zamora, la población está aterrada”.

A los cárteles les interesa esta región porque genera mucho dinero por la industria de las frutas, considera una persona observadora de derechos humanos de Michoacán que pide, por razones de seguridad, no mencionar su nombre. “Así como en otras partes del estado pasa con el aguacate, acá se quieren apoderar de las empresas que producen la fresa y la berrie a través del cobro de piso”, sostiene. Desde hace años, empresarios y productores agrícolas de la entidad han denunciado amenazas y extorsiones por parte de las organizaciones criminales.

Ante la sospecha de que pueda haber más personas enterradas en el Cerro de la Cruz, Decofem reanudará las labores de búsqueda a inicios del próximo año. Hasta la publicación de este texto, solo siete víctimas habían sido identificadas por las autoridades tras un proceso de confronta de ADN. Sus nombres y las edades que tenían cuando desaparecieron son: Marcos Quintero Ayala de 36 años, Alejandro Gil García de 42 años, Anayeli Delgado Linares de 22 años, Miguel Ángel Mendoza Garibay de 32 años, Luis Adrián Gallardo Sandoval de 30 años, Raúl Ávila Pérez de 23 años, y Mario Alberto León Pérez de 34 años. Este último todavía figura en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas  (RNPDNO) con el estatus de “desaparecido”.

El registro nacional tampoco ha actualizado la cifra de personas localizadas sin vida en Jacona, a pesar de los cuerpos identificados; desde marzo, cuando comenzó la búsqueda, solo ha agregado una víctima, para sumar catorce. “Es muy probable que la institución encargada de registrar estas desapariciones en el RNPDNO, que en este caso sería el Ministerio Público de la Fiscalía Regional de Zamora, no haya hecho los reportes. Por eso no se actualizan los datos de que ya hay más localizados, porque tal vez ni siquiera estaban contados en la cifra de desaparecidos”, explica Laura Contreras, hija de Evangelina y también integrante de Decofem. De modo que, para el Estado, estas personas nunca fueron localizadas, porque para empezar tal vez nunca figuraron como desaparecidas.

Una llamada anónima dio como referencia un muro de ladrillo, con el nombre pintado de Los Viagras, para que se iniciara una búsqueda en ese lugar.

 La espera

El 11 de junio, eran más de las dos de la tarde cuando un policía de investigación llegó al árbol del Cerro de la Cruz donde las madres descansaban para darles la noticia: los peritos habían encontrado una identificación oficial a un costado del cuerpo hallado en la fosa número seis.

Todo fue por culpa de un animal —un perro o una rata— que, días antes, guiado por el olor a descomposición desenterró un par de huesos pequeños. Esto permitió que Evangelina descubriera un tesoro —como llaman a los restos de sus seres queridos desaparecidos— oculto bajo el peso de una enorme roca. “Ya no siga buscando ahí, esa piedra es muy grande como para que hayan escarbado debajo”, le había dicho segundos antes un funcionario de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB).

“La INE es de Mario Alberto León Pérez, ¿alguien lo reconoce?”, preguntó el policía.

“Sí, es de mi tío. Es a quien estoy buscando”, respondió Yaneth Barriga León, de 36 años, una ingeniera industrial de semblante sobrio y ojos grandes y verdes que rara vez parpadean, quien desde marzo de este año abandonó su profesión para ser buscadora de tiempo completo.

“Aún no es seguro que sea él, solo es su identificación”, advirtió el policía. Después, Yaneth se enteró de que la credencial de su tío fue encontrada junto a los pies del cuerpo. “Él siempre guardaba su INE en la planta de los zapatos”, afirma. Mario, un comerciante de ropa de 34 años, desapareció la mañana del 10 de diciembre de 2020, cuando salió a trabajar con su pareja, Irma Leticia León Ayala, de 48 años.

Acompañada de otra buscadora, Yaneth decidió bajar a la fosa para ver el cuerpo. Como si esos huesos pudieran hablarle, contar lo que pasó. Pero al llegar, ya no estaban. Solo había el hoyo en la tierra, una cinta amarilla que delimitaba el área, y una bocina colgada de un árbol; al ritmo de Stand by me de Ben E. King, un grupo de peritos bailaba mientras terminaba de recoger sus herramientas.

Al regresar con sus demás compañeras, la cuesta arriba se le volvió aún más pesada. A lo largo de la ladera, banderillas azules clavadas en el suelo indicaban el hallazgo de una osamenta cada diez o quince metros. Lo único  visible era el relieve de los cráneos o de alguna vértebra, pues el resto del cadáver seguía enterrado.

Esto es así porque, según las buscadoras de Decofem, la Fiscalía Especializada para la Investigación y Persecución de los Delitos de Desaparición Forzada de Personas y Desaparición cometida por Particulares, adscrita a la Fiscalía General del Estado de Michoacán, pide a los colectivos que, si encuentran un cuerpo, se limiten a marcar el lugar y continúen avanzando para no alterar la escena del delito; los servicios periciales son los encargados de procesar la fosa.

Cuenta Yaneth que, en ocasiones, cuando realizan un hallazgo, antes de notificarlo a la fiscalía remueven algunos centímetros de tierra de la fosa para tomar una fotografía como registro, y luego vuelven a cubrir el cuerpo, ya que no siempre les permiten acercarse a observar el trabajo de los peritos.

Yaneth Barriga, junto a la fosa donde encontraron a su tío Mario Alberto León Pérez, minutos después de que los peritos se llevaran el cuerpo.

En pocas palabras, como lo expresan Gabriela y Yaneth, en el momento en que una persona podría ser identificada por una madre que quizá reconozca una imperfección en la dentadura o una cicatriz —cuando vio las fotos de la osamenta de Raúl, Gabriela notó que a la mandíbula le faltaba la misma muela que a su hijo—, el cuerpo queda a merced de las fiscalías y los Servicios Médicos Forenses (Semefos), que envían la mayoría de los cadáveres a una fosa común o a un refrigerador mortuorio. La crisis forense en México supera los 72,100 cuerpos sin identificar.

Al caer la tarde, concluida la jornada, las familias escucharon el reporte de las instituciones que acompañaron y custodiaron la búsqueda: la fiscalía especializada, la CNB, la Guardia Nacional y la policía municipal. “En cuanto a los dos cuerpos que tienen indicios de poder ser identificados, ya mandamos el oficio para que sean procesados en situación de urgencia y puedan hacerse los análisis de ADN”, anunció el policía de investigación a Gabriela y a Yaneth. “Más o menos un mes nos van a tener que esperar”.

Esa última palabra se quedó en el aire. Como si haber pasado años sin avances en la carpeta de investigación no hubiera sido suficiente para ellas. Esperar, esperar y esperar… la cruz que no pidieron cargar las familias de las 118,000 personas desaparecidas en el país.

“Más vale seguir adelante”

Un ejército de moscas sobrevuela un puesto de donas de azúcar, junto al que desfilan cabizbajos los jornaleros al regresar de los campos de cultivo que se extienden en las afueras de Jacona. Van con el rostro aún cubierto por el paliacate que los protege de los químicos utilizados por las empresas en la siembra de fresas, arándanos y frambuesas, la principal industria de la región.

Una jornalera cuenta que se cruzó en su camino al trabajo con una camioneta llena de hombres armados que “tan solo iban de paso por el monte”. Otra escuchó gritos y detonaciones en una casa, pero “más vale seguir adelante que andar de chismosa”. Y una más vio a lo lejos dos personas que cargaban una bolsa negra en dirección al cerro. Son secretos que se cuentan únicamente en la intimidad, entre cuatro paredes, o eso afirman los habitantes de Jacona, cabecera del municipio del mismo nombre, con una población de cerca de 69,000 habitantes.

Cuando llegué a esta ciudad, el pasado 10 de junio, la noticia en los titulares era que el regidor suplente electo del municipio, el morenista Mario Lázaro Mendoza, había sido asesinado. Al caminar por una de las calles aledañas al Cerro de la Cruz, vi las fichas de búsqueda de cinco personas pegadas en la pared de una tienda de abarrotes; en poco tiempo descubrí que los rostros de los desaparecidos estaban en varios puntos de la localidad.

Solo el río Duero, uno de los más contaminados del estado, divide al municipio de Jacona del de Zamora —con más de 200,000 habitantes—, y ambos conforman el área metropolitana de Zamora. De acuerdo con el RNPDNO, en Jacona han desaparecido 158 personas, mientras que en Zamora suman 566. El total de víctimas de desaparición en Michoacán es de 6,149 personas (hasta el 18 de noviembre).

Según el Índice de paz México 2024, del Instituto para la Economía y la Paz, Jacona y Zamoraregistraron, respectivamente, 116 y 114 muertes por cada 100,000 habitantes en 2023, “las tasas más altas entre los municipios con al menos 50,000 habitantes” en la entidad.

 En la zona donde se desarrolló la búsqueda es posible observar, a lo lejos, la ciudad de Jacona.

“Al rato vengo, ma”

“Pueden ir en paz”, concluye el sacerdote tras bendecir a las seis personas que acudieron a la Capilla de la Santa Cruz en Jacona para estar presentes en la última misa del novenario en memoria de Raúl. Quizá sí, a partir de hoy, su familia pueda volver a sentir algo de paz.

Techo de lámina, unas cuantas bancas de madera y las catorce estaciones del viacrucis colgadas en la pared componen esta iglesia ubicada en la colonia Buenos Aires. Gabriela toma la fotografía de Raúl y sale acompañada de su hija menor Estefany, quien se aferra a una caja de cartón cubierta de papel maché que contiene las cenizas de la cruz que acompañó el novenario. “Por lo menos lo encontraron, yo al mío nunca lo encontré. Ojalá Dios me dé licencia de volver a verlo algún día”, murmura en el atrio una señora que espera la siguiente misa.

En la entrada de la casa de Rosa Ramírez Navarro, abuela de Raúl, una buganvilia desborda la jardinera de ladrillos que su nieto construyó. En uno de los cuartos, sobre una mesa, están las flores ya marchitas y, en el suelo, las velas que iluminaron el velorio. En otra mesa permanecen un plato de pozole y un vaso de cocacola, como si el tiempo no pasara. La comida favorita de Raúl.

“Raúl vivió casi toda su vida aquí en esta casa con mi mamá. Yo vivo en Guadalajara porque allá trabajo en una ferretería. Siempre que venía a visitarlo, él estaba sentado acá afuera partiendo leña, y en cuanto me veía se arrimaba y me daba mi abrazo. Porque me quería, como yo lo quería a él, aunque no haya vivido todo el tiempo conmigo”, cuenta Gabriela mientras coloca la foto de su hijo junto a las flores. “Yo siempre estuve al pendiente de él”.

Raúl es recordado en la casa donde vivía con su abuela Rosa, en Jacona.

El día de su desaparición, Raúl rompió con su rutina. Ese lunes no tomó su café con galletas, como solía hacerlo todas las mañanas. Lo que su abuela Rosa vio fue lo de siempre. A su nieto que salía por la puerta diciéndole: “Al rato vengo, ma”.

“Y yo le dije: ‘Sí, hijo, que Dios te acompañe, que te vaya bien’, y me estuve ahí en la calle mirándolo hasta que ya no se miró más”, dice Rosa. Al igual que su hija Gabriela, tiene el cabello pintado de rojo; también la misma nariz curva y los pómulos marcados.

Raúl acostumbraba subir al Cerro de la Cruz en época de guamúchiles para recolectarlos y venderlos en Jacona. Cuando se acercaba el 12 de diciembre, traía también semillas para hacer cascabeles para los danzantes que celebraban a la Virgen de Guadalupe. Recolectaba de todo: leña, ciruelas, nueces. Traía lo que hubiera para sacar algo de dinero. El 14 de marzo del 2022, como casi todos los días, Raúl se dirigió al cerro, ubicado a menos de dos kilómetros de su casa.

“Llegó la hora de acostarse y Raúl no llegaba. Yo lloraba y lloraba, y no me quería ni ir a dormir porque traía mucho pendiente. Mi esposo me decía ‘ya tranquilízate, al rato llega, a lo mejor se quedó con un amigo’. Pero no, llegó el otro día y nada: ya nunca volvimos a saber de él”, recuerda su abuela.

Gabriela recibió la noticia un día después. Estaba en Guadalajara y llegó a Jacona la noche del miércoles. El 17 de marzo acudió a la Fiscalía Regional de Zamora para hacer la denuncia por desaparición y, desde entonces, buscó a Raúl en el monte, en hospitales, barrios, cárceles, terrenos baldíos y centros de rehabilitación. Pero en ningún lado estaba.

“Al principio buscábamos solas mi sobrina y yo, pero era muy peligroso. Ya luego conocimos al colectivo y empezamos a buscar acompañadas”.

Antes escuchaba música todo el día, cuenta Gabriela. Sus artistas favoritos eran Jenny Rivera, Gloria Trevi y, de vez en cuando, la banda Mägo de Oz. Pero después dejó de hacerlo porque en su cabeza no había lugar para otra cosa que no fuera preguntarse: “¿cómo estará?, ¿le dolerá algo?, ¿tendrá frío?, ¿le darán de comer?, ¿seguirá vivo?”.

Las madres buscadoras abrazaron a Gabriela después de que le notificaron el posible hallazgo del cuerpo de su hijo.

Un mes y doce días tardó la fiscalía de Morelia en entregar el cuerpo de Raúl a su familia tras su hallazgo en el Cerro de la Cruz. Al día siguiente, el martes 23 de julio, lo llevaron al panteón, y la banda tocó y tocó hasta que la gente se cansó de bailar y de llorar. Dice Rosa que su hija no le permitió ver el cuerpo de su nieto ni en fotos. Gabriela no quería que recordara a Raúl muerto y con rastros de violencia. El agujero en el lado derecho del cráneo determinó, según los peritos, que había sido asesinado de un balazo poco después de su desaparición.

“Nuestra cabeza sí va a descansar un poco más de ahora en adelante porque ya sabemos que, a lo mejor, pues no sufrió hambre ni lo torturaron ni estuvo enfermo”, dice Gabriela.

Después de que identificaron a Raúl, su abuela dejó de salir en las noches a esperarlo junto a la ventana. “Creo que, ahora sí, ya me siento un poco más tranquila porque sé que él ya está descansando. Lo que sí es que el dolor ahí se va a quedar para siempre”.

“Aunque la verdad”, reconoce Gabriela, “es que yo no quería encontrarlo así, mi esperanza era encontrarlo vivo. Una dice ‘yo quiero encontrarlo de la forma que sea’, pero cuando lo ves ahí, en un ataúd, no quieres que sea él. Piensas ‘jamás lo voy a poder volver a abrazar, jamás podré verlo como era antes’. Cuando la realidad te dice que ya está muerto, te duele tu corazón y sientes que ahí se acaba todo, sientes mucho coraje e impotencia porque ya no va a estar. Al final son sentimientos encontrados porque, al mismo tiempo, quieres que sí sea para poder descansar”.

Pero, aunque Raúl yace bajo tierra, el Estado no permite a Gabriela descansar en paz. A los pocos días de recibir la noticia de que el ADN del cuerpo de la fosa número dos coincidía con el suyo, Gabriela fue a tramitar el acta de defunción de su hijo en el Registro Civil de Jacona. Ahí, uno de los funcionarios le informó: “El plazo máximo para registrar el fallecimiento de una persona es de seis meses; de lo contrario, esta institución solo puede hacer entrega de dicho documento por orden de una autoridad judicial emitida a través de un juicio de levantamiento extemporáneo de acta de defunción”.

Como el certificado de defunción que el Semefo emitió tras realizar el peritaje indica como fecha de la muerte de Raúl el día de su desaparición, el 14 de marzo, Gabriela debió hacer el trámite antes del 15 de septiembre de 2022.

“Es ilógico que hagan esto porque yo cómo iba a pedir un acta de defunción antes de saber que él estaba muerto”, afirma Gabriela. “Para mí, él no estaba muerto. Duró dos años y cuatro meses desaparecido. Nosotros ya solo queremos descansar, ni siquiera queremos saber qué pasó. Yo pienso que Dios le da a cada quien lo que merece, y a lo mejor esa persona que mató a mi hijo ya tampoco está. Quizás lo va a pagar de otra forma”.

Una perito sostiene el cráneo de Raúl, hallado en una fosa del Cerro de la Cruz, junto a la ciudad de Jacona.

Volga de Pina Ravest, abogada y exintegrante del Consejo Nacional Ciudadano del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, señala que las autoridades mexicanas siguen sin entender que, por la complejidad de los casos de desaparición, es un acto de revictimización someter a las familias a este tipo de requisitos gravosos y de difícil cumplimiento.

“Lo que se acostumbra hacer en estos casos es que el Semefo ponga como fecha de defunción el día en que se realizó la identificación del cuerpo, ya que es muy difícil saber con precisión el momento exacto en que falleció, a menos que se haga un análisis muy arduo. De esta manera, las familias no tienen que enfrentarse a este tipo de obstáculos burocráticos ni a juicios que suelen ser muy desgastantes”, explica la abogada.

“A mí me da la impresión de que es un trámite extra para recaudar dinero”, agrega.

La página web de la Dirección del Registro Civil de Michoacán indica que el trámite del acta de defunción es gratuito, pero si el registro es extemporáneo cuesta 377 pesos. A esta cantidad hay que sumar el costo del juicio y los honorarios del abogado, que puede oscilar entre 10,000 y 23,000 pesos en un despacho privado.

“Es el colmo que encima de que te desaparecen y matan a un familiar”, lamenta la abogada, “las autoridades te pidan también promover un juicio y pagar por él”.

Gabriela dice que solicitará a la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas en Zamora que se hagan cargo del juicio necesario para poder gestionar el acta de defunción de Raúl, mientras que Decofem estudia la posibilidad de lanzar una iniciativa ciudadana ante el Congreso del estado para que, en casos de desaparición, no aplique el plazo de seis meses para realizar el trámite.

Análisis perdidos

Era agosto, habían pasado casi dos meses desde el hallazgo del cuerpo de su tío Mario Alberto León Pérez, y Yaneth Barriga seguía sin tener una respuesta. Debido a las lluvias, un herbaje de más de un metro de altura había devorado los tonos cálidos del Cerro de la Cruz. “Nosotros le vamos a llamar, no tiene que estar viniendo”, le decían en la fiscalía de Zamora cuando iba a pedir información.

Con cada minuto que pasaba, desconfiaba más de la labor de las autoridades, pero la ropa y los objetos descubiertos en la fosa la hacían sentirse segura de que los restos eran de Mario: una playera gris sin mangas —que se ponía siempre porque era su favorita—, unos brackets de metal —que utilizaba desde los quince años—, y una pulsera negra de obsidiana —que tenían todos en la familia porque las hacía otro de sus tíos—.

Un día, Yaneth volvió a la fiscalía, no para preguntar si había avances en la identificación, sino para solicitar una copia de la carpeta de investigación del caso, porque no se la habían proporcionado en los más de tres años que Mario llevaba desaparecido. Lo que menos esperaba era que alguien le dijera:  “Perdimos los análisis de ADN del niño”, el hijo de su tío. Toda la angustia de esos meses fue en vano. Tendrían que reiniciar el trámite.

El método obligatorio para identificar a una persona desaparecida, cuando el estado de los restos cadavéricos lo permite, es la confronta de ADN, que consiste en comparar el perfil genético de la víctima con el de un familiar consanguíneo. En el caso de Mario, se decidió hacer la confronta con el ADN de su hijo Gabriel, de doce años, pero durante más de un mes las autoridades ocultaron que habían extraviado la muestra de sangre entregada el 19 de marzo, cuando se hallaron los primeros cuerpos en el Cerro de la Cruz.

“Tuvimos que ir hasta la fiscalía de Morelia [a tres horas de distancia en automóvil] para que le volvieran a sacar los estudios al niño porque en Zamora los iban a volver a perder”, cuenta Silvia León Pérez, hermana de Mario y madre de Yaneth. “Y aquí nos tienen esperando otra vez. Ellos firmaron una acción urgente de que estaban comprometidos a entregarnos los resultados lo más pronto posible, y mira con qué salieron. ¿Cuánto tiempo nos han hecho perder?”.

Si bien las autoridades ya habían realizado una confronta con una muestra de ADN de Silvia, el resultado fue de un 60% de coincidencia, y para que este análisis sea confiable, el porcentaje debe ser del 99.999999%, según el antropólogo físico Israel Lira García.

“¿Qué más quieren saber si mi mamá y yo ya estamos seguras? Todo coincide. La ropa, la identificación, sus cosas. Y ni así nos quieren entregar el cuerpo. Ya nos cansamos de esperar”, afirma Yaneth.

Yaneth esparce agua bendita en el lugar donde enterraron a su tío Mario.

El mejor cocinero de Jacona

Varias colillas de cigarro, un grinder para moler marihuana, un frasco de perfume, caramelo derretido en los asientos, un bote de crema corporal y tres casquillos de bala fue lo único que encontraron en el vehículo en que viajaban Mario y su pareja Irma Leticia León Ayala la mañana del 10 de diciembre de 2020. Ambos se dedicaban a vender ropa y vivían en una pequeña casa en Jacona, con sus hijos Valeria y Gabriel, que tenían de relaciones anteriores. Ese jueves, después de llevar el desayuno a casa, salieron en el carro para ir a trabajar. No debían tardar mucho porque Valeria, de 26 años, tenía una cita con el doctor. Pero nunca regresaron.

El automóvil lo encontraron a dos cuadras del Cerro de la Cruz, cinco días después de que fueran vistos por última vez. Todo apunta a que quienes los desaparecieron estuvieron utilizando el auto porque, a excepción del perfume y la crema, nada de lo que encontraron pertenecía a la pareja. Incluso los perpetradores tuvieron tiempo de ponerle vidrios polarizados.

Hoy, Gabriel vive con su tía Silvia, y Valeria con su familia materna.

“Yo soy la que sostiene al niño”, dice Silvia, de 55 años. Viste una camisa blanca y un chaleco de mezclilla de la empresa agroindustrial en la que trabaja en el área de calidad. A su lado está Yaneth, sentada en el sillón de la sala. Lucen casi iguales, salvo porque el pelo de la madre tiene algunas canas. “Si dejo de trabajar, los dejo sin comer; por eso, mi hija tuvo que salir a buscar a Mario, y a mí eso me da una tranquilidad enorme porque nos está ayudando a salir de este pozo en el que está sumida toda la familia”.

Desde que Mario desapareció, su familia se separó. Valeria y Gabriel pasaron cuatro años sin verse. La madre de Mario decidió mudarse porque le irritaba cualquier muestra de alegría mientras su hijo permanecía ausente. Le reclamaba a Silvia que hubiera tardado más de tres años en empezar a buscarlo. A Yaneth, sus familiares le decían que para qué pegaba fichas de búsqueda en Jacona si de todos modos no iban a encontrarlo.

Yaneth y Mario, aunque eran sobrina y tío, se llevaban solo tres años de diferencia. De niños hacían todo juntos: iban a la misma escuela, salían a jugar por las tardes, se trepaban a la barda del vecino, y robaban guayabas y naranjas de las huertas de la cuadra.

“Cuando yo ocupaba algo, él siempre estaba ahí para mí. Y también para él yo era su apoyo. Siempre me andaba buscando cuando tenía un problema. Entonces, a mí sí me dolió mucho cuando desapareció porque éramos como hermanos”, recuerda Yaneth.

“Y mira quién fue a encontrarlo”, interrumpe Silvia sonriéndole a su hija. “Porque ya no hay dudas. Al menos para mí; yo sí estoy segura de que es él. Y tendremos que aprender a seguir en el camino a como dé lugar, aunque nos haga mucha falta”.

Silvia cuenta que Mario trabajó desde pequeño en una pizzería y, con el tiempo, pasó de ser el barrendero del negocio a convertirse en el mejor cocinero de Jacona. Dice que la masa de sus pizzas era riquísima y que, en los días buenos, disfrutaba preparando espagueti a la boloñesa. Recuerda también que, cuando ella cocinaba, Mario siempre metía las manos en la olla y cambiaba las recetas. “Ay, prietita, no te enojes”, solía decirle. Cuenta que a su hermano le gustaba corretear a las gallinas incluso de adulto, y que poco antes de su desaparición practicaban juntos kick boxing por las tardes.

“Pero a quien más le va a hacer falta es al niño. Porque Gabriel sigue todavía esperando a su papá y vamos a tener que explicarle qué le pasó. La fiscalía nos estuvo pagando como tres meses un psicólogo para él, porque desde que desapareció Mario se puso muy mal, pero ya nos quitaron ese apoyo”.

Afuera ha dejado de llover. Es de noche, el olor a tierra mojada impregna la sala, y yo me pregunto si realmente todo termina al encontrarlos.

“El niño me dice: ‘Tía, y si ya encontraron a mi papi, ¿mi mami dónde está?’. Entonces, aunque sí sea el cuerpo de mi hermano, ahí no termina todo. El niño necesita a su padre y a su madre. El otro día nos preguntaron en la fiscalía de Morelia si ya queríamos cerrar la carpeta de investigación. Les dijimos que no, que no la vamos a cerrar hasta encontrar a Leti también. La espera va a seguir porque todavía falta ella de encontrarse”.

Falta ella, insiste Silvia.

Días después, el 15 de agosto de 2024, la fiscalía de Zamora entregó el cuerpo de Mario Alberto León Pérez a sus familiares. Hasta la publicación de esta historia, Irma Leticia León Ayala sigue desaparecida.

www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las lógicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito de la persona autora y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).

 

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