Feminicidios: rostros desdibujados cuerpos que no importan
Manuel Amador Velásquez
De los rostros que tiene el Estado de México —pobreza, robo, desempleo, criminalidad, narcotráfico, migración, ausencia de poder—, el de los feminicidios es el más difuso. Desde hace por lo menos dos lustros, la violencia de género en territorio mexiquense ha sido una constante. Los cadáveres aparecen en las barrancas y los canales de aguas negras; las escenas están siempre presentes en los periódicos, noticiarios de radio y televisión y en las fotos que ilustran la información cotidiana de ese oprobioso problema social que las autoridades no pueden atacar y la sociedad se niega a aceptar.
En la zona periférica, muchos de los feminicidios se comenten en plena calle, a la luz del día. Con frecuencia, los vecinos escuchan los gritos de las víctimas, pero el temor los paraliza. Ahí, en ese desordenado microcosmos, saturado de desempleo, violencia y muerte, la gente sobrevive inmersa en la precariedad y hacinamiento; pero sobre todo desprotegida por el vacío de poder. En ese lugar el acceso a la justicia está cancelado: ahí, debe repetirse, la corrupción, el machismo criminal y la impunidad son moneda corriente.
En los límites de la Ciudad de México se ubican los municipios de Chalco, Valle de Chalco, Tlalnepantla, Toluca, Naucalpan, Tultitlán, Ixtapaluca, Cuautitlán Izcalli, Chimalhuacán, Ecatepec y Nezahualcóyotl, todos ellos incluidos en el decreto de la Alerta de Violencia de Género (AVG) emitido por el gobierno de Eruviel Ávila Villegas a finales de julio pasado. La mayoría son zonas son muy precarias y las más pobladas de la entidad. Tanto, que Ecatepec y Nezahualcóyotl figuran entre los diez municipios del país con mayor número de personas en situación de pobreza extrema, según el reporte del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) de julio pasado.
La declaración de la AVG aprobada precisamente ese mes por la Secretaría de Gobernación a solicitud del gobernador Ávila Villegas, tiene como propósito implementar medidas para combatir la violencia hacia las mujeres, un fenómeno que azota a los habitantes de los 11 municipios mencionados. Si bien es prematuro saber cuáles son sus avances, sí es obligado expresar que esa decisión debió tomarse desde el 18 de marzo de 2011, cuando el Congreso local aprobó por unanimidad las reformas legales para prevenir y castigar la violencia contra las mujeres, emanadas del Foro por el Desarrollo Integral y la Plena Participación de la Mujer realizado el 15 de febrero de ese año.
Desde la emisión de la AVG por parte del gobernador Ávila hasta el pasado 15 de octubre, la Red Denuncia Feminicidios Estado de México contabilizó 23 feminicidios en la entidad a partir de un análisis de material hemerográfico, 12 de los cuales ocurrieron en Ecatepec y dos en Chimalhuacán. En la mayoría de los casos los cuerpos de las víctimas fueron tirados en baldíos, al parecer desde vehículos en movimiento. Según la información, fueron agredidas con saña por personas cercanas a ellas. Los feminicidas actúan con total impunidad, saben que las autoridades difícilmente iniciarán una investigación en estos recónditos lugares donde la autoridad simplemente no existe.
Ese oprobioso silencio, esa complicidad
Aun cuando los rostros de las mujeres agredidas o ejecutadas se desdibujan y engrosan las estadísticas oficiales, organismos sociales y activistas pro derechos humanos realizan una incansable labor para darles identidad y recuperar sus nombres, y así elaborar una memoria colectiva para dejarla como herencia a las generaciones postreras.
El caso de Alejandrina Figueroa Olivo, de 26 años, resulta emblemático. Ella vivía en Chimalhuacán y trabajaba de panadera para mantener a sus hijos. Su cónyuge, Guillermo Bernal, de 25, era adicto a las drogas y estaba desempleado. Con frecuencia la insultaba y la golpeaba. Un día los familiares de Alejandrina lo denunciaron: llegaron los policías y se lo llevaron, pero en lugar de consignarlo le pidieron dinero para liberarlo. El pasado 31 de agosto el cuerpo de Alejandrina fue hallado en su casa. Estaba cubierto de cemento. Había sido apuñalada por su pareja, quien la enterró y huyó con sus hijos.
Los vecinos escucharon los gritos de Alejandrina, pero no acudieron en su auxilio. Pensaron que era una más de las escenas cotidianas; incluso cuando supieron que el esposo la había asesinado tomaron el feminicidio como un asunto cualquiera.
Al cubrir de cemento el cuerpo de su pareja, Guillermo quiso dejar huella de su machismo, demostrar su valor, pero en realidad se dibujó de cuerpo entero como un excluido social. Lo hizo, sin sospecharlo siquiera, en ese reducto social y económico mexiquense donde a las mujeres se les ha reducido al silencio y a desdibujarles el rostro, a castigarlas por no someterse al patriarca.
Otro caso de ese machismo reactivo es el de Dulce Cristina Payán, de 17 años, quien la noche del 15 de enero de 2012 fue subida por unos jóvenes a una vagoneta. Los hechos ocurrieron en la colonia Hank González, Ecatepec, el municipio más peligroso de la entidad. Don Pedro, su padre, intentó rescatarla. No lo logró. Al otro día la policía lo llevó a una vecindad donde estaba el cadáver de Dulce Cristina. Tenía el rostro desfigurado por los golpes propiciados por sus agresores con un autoestéreo. Tres meses después, don Pedro atrapó al asesino cuando éste caminaba por la calle. Cuando don Pedro lo encaró, el joven le respondió “¡Sí, fui yo! ¿Y qué?”. Han pasado tres años y medio y el asesino no ha sido sentenciado.
En ese contexto, las mujeres han perdido importancia. Se les ha reducido a simple objeto sexual desechable, como le sucedió en febrero pasado a Rosa Isela Ramos, de 19 años, una joven humilde y de rasgos mestizos. Ella fue drogada, violada y lanzada a un camión de basura. Como en muchos casos, su asesinato no se ha resuelto.
Las autoridades minimizan a los marginados como ella. Les han cancelado su derecho a vivir libres y con dignidad, lo que alimenta a los criminales.
En el otro extremo de la metrópoli, en su última orilla, en San Andrés de la Cañada, las patologías se repiten. El pasado 16 de junio Gabriela Berenice Faustino, una madre soltera de 28 años, salió por leche y pan a las 7 de la mañana. Fue privada de su libertad y torturada. Al final sus agresores la quemaron viva y grabaron la escena. Los familiares de Gabriela Berenice aún no tienen respuesta de las autoridades. “A ella le hicieron eso como para darnos un mensaje a las mujeres, (para) hacernos creer que no valemos nada. Lo hacen porque saben que nadie hará nada (para atraparlos)”, asegura una amiga de Gabriela.
La forma en que fue asesinada es una muestra de la deshumanización hacia el sector femenino. Su ejecución es similar a la de las mujeres del Medio- evo renuentes a someterse a las normas patriarcales y religiosas, a las “brujas”, quienes eran llevadas a la hoguera. La de Gabriela Berenice es una postal inquisitoria en tiempos del neoliberalismo. Su ejecución tiene el rostro de pobreza y abandono, de reducción del gasto público y la nula acción del Estado; con los negocios del crimen organizado que amplían sus mercados en un espacio social con ausencia de poder y hasta su complicidad en algunos casos. Ello generó un vacío de justicia y la cancelación de acceso a los derechos: surgió un pacto social entre lo ilegal y la impunidad que opera silenciosamente.
Otro caso reciente es el de Malena Rojas, de 45 años. Tenía una tienda de abarrotes que le ayudaba a mantener a sus dos hijas. Hace tres años compró una moto-taxi a plazos y empezó a trabajarla en la colonia Santa Clara Coatitla, en Ecatepec. Los bicitaxistas nunca la aceptaron; y del recelo pasa- ron a la intimidación directa. El 8 de octubre pasado, Malena fue baleada. Los periódicos locales informaron que se trató de un ajuste de cuentas, pero sus vecinos aseguran que fue por ser mujer, por andar “pirateando las rutas” controladas por los bicitaxistas de Ecatepec.
AVG, el discurso oficial
Acá, en el Estado de México, los machos marginales aparecen violentando espacios sociales carentes de oportunidad de trabajo. En esta sociedad de exclusión y frustración social, a las mujeres se les somete y neutraliza.
En este territorio, el criminal ha sido cobijado por la impunidad. Por eso, la AVG, aunque esperada desde hace años, genera más dudas que certezas. Hasta ahora nadie sabe cómo se aplicará ese protocolo. El gobernador Ávila Villegas no detalló sus estrategias, ni habló de los presupuestos etiquetados para su ejecución ni de los focos rojos que deban atacarse.
En suma, nadie sabe de las investigaciones que se pondrán en marcha para garantizar justicia, de la implementación de políticas públicas multifactoriales para atacar el problema. La violencia de género se sistematizó en el Estado de México y proyectó una dolorosa paradoja: mientras la mujer se desdibuja, el modelo neoliberal sí tiene rostro. Es el de la precariedad en el cual los cuerpos femeninos carecen de importancia.
En este escenario cabe preguntar: ¿Cuál será la estrategia de la AVG en los 11 municipios mexiquenses mencionados? ¿Qué pasará con el resto del Estado de México? ¿Cómo asegurar que no se trata sólo de un discurso cuya pretensión sea diluir el tema desde el gobierno para liberar las agendas de los funcionarios mexiquenses?