La masacre de Tlatlaya y el apoyo militar de EEUU
Hace unas semanas, por segunda vez la Sedena negó una solicitud de acceso a información que requería documentación relacionada con el adiestramiento de miembros del Batallón 102 en Estados Unidos.
Recordemos que el Batallón 102 saltó a la fama, o a la infamia, después de la masacre de Tlatlaya, donde 22 jóvenes perdieron la vida a manos de miembros de esta unidad de infantería. Un día después de la masacre del 30 de junio de 2014, la Sedena emitió un comunicado anunciando que 22 delincuentes murieron en un enfrentamiento en el que ningún elemento de las fuerzas armadas fue abatido. Gracias a las investigaciones de periodistas nacionales e internacionales y el gran valor de testigos que contaron que pasó esa noche, hoy sabemos que probablemente la mayoría de las víctimas fueron ejecutadas después de rendirse al ejército.
Al declarar la inexistencia de tales documentos, las oficinas de las fuerzas armadas intentan cerrar una investigación binacional que busca llevar a la luz pública no sólo los hechos de Tlatlaya, sino también el tema de la cooperación militar con el Pentágono.
El asunto es relevante por muchas razones. Documentos desclasificados por el proyecto independiente National Security Archives muestran que el Pentágono ha estado muy pendiente del caso Tlatlaya. En un informe con fecha 15 de octubre de 2014, se lee: “Sedena está investigando ahora al comandante (un general de Estado Mayor) de la zona militar encargado del Batallón de infantería 102, y agrega “si estuviera implicado en una violación grave de los derechos humanos, toda la zona militar y los 10,000 miembros del personal no podrían recibir asistencia de EEUU.”
Cuando se establece en el caso Tlatlaya —o cualquier otro— que una unidad mexicana ha incurrido en violaciones graves a los derechos humanos, por ley el gobierno de los Estados Unidos está obligado a suspender la asistencia a esta unidad. Otro informe del 14 de enero del Comando Norte confirmó que el Batallón 102 no podrá recibir asistencia.
Sin embargo, el asunto quedó en ese nivel. En lugar de cuestionar al militar a cargo en Tlatlaya, Gral. José Luis Sánchez León, como parte de una investigación de cadena de mando, éste fue removido de su cargo y enviado a Jalisco. La maniobra por parte del alto mando de la Sedena, lejos de despejar las sospechas, reforzó la conclusión de que la masacre de Tlatlaya no fue exclusivamente la culpa de unos cuantos soldados indisciplinados, sino el resultado previsible del modus operandi de las fuerzas armadas en la guerra contra las drogas.
Un descubrimiento de los abogados del Centro Pro de Derechos Humanos — representante legal de una de los testigos de Tlatlaya-— corroboró esta hipótesis. En su informe sobre Tlatlaya a un año de los hechos, el centro cita la “Orden de Relevo y Designación de Mando” de la Sedena que dice: “Las tropas deberán operar en la noche en forma masiva y en el día reducir la actividad a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad…” Lleva fecha de 11 de junio 2014 -—unas semanas antes de la masacre.
Mario Patrón, director del Centro, destaca la importancia de la Orden: “Esta es una prueba contundente que para el ejército estamos en un estado de excepción y en un contexto de guerra no formalizada, no declarada, y por lo tanto mandan a sus elementos a abatir delincuentes.”
En audiencias realizadas este mes sobre ejecuciones extrajudiciales en la CIDH, organizaciones nacionales e internacionales presentaron datos sobre este estado de excepción no declarado: más de 10 o 15 civiles por cada agente de seguridad fallecido en enfrentamientos, más de 4,000 civiles muertos a manos de las fuerzas armadas entre el 1º de diciembre de 2006 y el 31 de diciembre de 2014; 3,967 civiles y 209 militares fallecidos entre 2007 y 2014.
Las evidencias de que el ejército reivindica la práctica de ejecuciones extrajudiciales desde los altos mandos, debería ser un parteaguas en la guerra contra las drogas. Además no es un hecho aislado. Hay serios cuestionamientos sobre el papel del ejército en Iguala —ya se estableció su presencia en el lugar de los hechos y su negligencia en proteger a los estudiantes ante los ataques, y existen evidencias de complicidad y participación activa. Las investigaciones sobre ejecuciones extrajudiciales en Apatzingán, Tanhuato y Zacatecas se suman a la emblemática masacre de Tlatlaya y deshacen la versión de que son anomalías.
A pesar de las evidencias, tanto el gobierno mexicano como el estadunidense siguen defendiendo su guerra al restringir las responsibiliades por Tlatlaya a 7 soldados que ahora son 3, ya que 4 fueron liberados por irregularidades en sus casos. La suspensión de ayuda de EE. UU. debería extenderse a todas las fuerzas armadas. No sólo se amontonan los casos de violaciones graves de derechos, sino que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y otras organizaciones e instancias han emitido recomendaciones formales para el retiro de plano de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública.
Pero no hay que olvidar que esta guerra fue importada desde los Estados Unidos y ha contado con su apoyo incondicional desde el inicio. Para el Pentágono, es la pieza clave de su hegemonía en América del Norte. Con la Iniciativa Mérida, el complejo militar-seguridad de los EEUU ha logrado un nivel de injerencia en México sin precedentes en la historia. La militarización de la guerra contra las drogas es un gran negocio, es la construcción de una zona de amortiguamiento y control fronterizo, es la protección de sus inversiones bajo el Tratado de Libre Comercio. Desde este entramado de intereses, la guerra debe ser permanente, cueste lo que cueste a la sociedad mexicana.
La hipocresía intrínseca en ser socio en la guerra y defensor auto-erigido de derechos humanos en México se vio hace poco, cuando los periódicos anunciaron que el gobierno de Estados Unidos decidió retener $5 millones de dólares de la Iniciativa Mérida por no estar satisfecho con los esfuerzos del gobierno mexicano en el área de derechos humanos. Este anuncio siguió a la decisión de enviar fondos adicionales a la cantidad originalmente solicitada a la IM, a las mismas fuerzas de seguridad acusadas de incurrir en las violaciones, los cuales, según se ve, salieron de la jugada con ganancias netas.
La otra razón por la cual las organizaciones de derechos humanos en los dos países siguen indagando en el caso Tlatlaya y su vínculo con Washington tiene que ver con el tipo de adestramiento que reciben los militares y policías mexicanos en el Comando Norte, la Escuela de las Américas y aquí en México. En su decisión de reservar la información sobre entrenamiento en EE. UU., la Sedena argumentó que “el adiestramiento recibido por el personal militar del 102 Batallón de Infantería no guardaba relación alguna con los hechos ocurridos en dicha localidad como erróneamente pretendía hacerlo valer el particular.”
Pero ¿cómo podemos estar seguros? El estado de excepción que señala el Centro Pro es la descripción de la guerra de Estados Unidos en Irak, el modelo utilizado en años recientes para el adestramiento de oficiales mexicanos en Colorado Springs. Resultó en unas 150,000 muertes de civiles. Nadie ha podido explicar por qué se despliega ahora en México un modelo de guerra contra el terrorismo que aumentó la violencia en el medio-oriente, cuando aquí no se ha documentado ni una sola amenaza por parte del terrorismo internacional, pero donde sí existe amplia documentación de actos de terror y violaciones de derechos humanos por parte del estado.
El gobierno de los Estados Unidos está inmerso en escándalos de derechos humanos como el ataque a Médicos sin Fronteras en Afganistán, el uso de tortura y la matanza de civiles por drones. Es un mal maestro para México.
El caso Tlatlaya muestra la contradicción abierta entre promover la guerra y sostener los principios de los derechos humanos. Es una cosa o la otra. Y los gobiernos de los EE. UU. y México le apuestan a la guerra. Ahora para ciudadanos y ciudadanas a ambos lados de la frontera, la tarea es pararlos.
desinformemonos.org.mx/la-masacre-de-tlatlaya-y-el-apoyo-militar-de-eeuu/